19 de abril de 2024

Familias que siempre se pelean

Hermanos, padres, abuelos, tíos, hijos… Hay núcleos familiares que siempre friccionan y que se rigen por el lenguaje del rencor. ermanos que no se soportan, abuelos que no se hablan con sus hijos, tíos que apenas vemos una vez año… Hay redes familiares en las que, además de una misma sangre o código genético, se integra también la discordia y las desavenencias.

¿A qué se debe esa falta de armonía que pasa de generación en generación?

Si bien se suele decir (y así lo es en la realidad) que cada hogar es un mundo y que en todo árbol genealógico hay ramas rotas, figuras problemáticas y heridas que no se han curado desde las raíces, todo esto tiene un impacto tanto en las viejas como en las nuevas generaciones. Así, y aunque cualquiera de nosotros haga ya vida de adulto y camine por su propia esfera lejos del tejido familiar, hay hilos que nos mantienen adherido a ella. En nosotros se integra una herencia genética, un legado emocional y unos patrones invisibles de los que, a veces, somos víctimas.

Las heridas intergeneracionales también se heredan. Factores como los traumas del pasado, la violencia o el maltrato vivido siguen patente entre ese pequeño núcleo social del que formamos parte. A veces, podemos vernos en dinámicas tan complejas como dolorosas. Hay familias nucleares (las formadas por los padres y sus hijos) en las que son comunes las discusiones y las diferencias. Esto se extiende en ocasiones también hasta la familia extensa (abuelos, tíos, primos…). Las reuniones pueden ser un territorio minado que siempre termina de mala manera. Bien por lado de madre o por lado de padre, cualquiera de nosotros podemos vernos en esa situación, esa en la que preguntarnos por qué mi familia siempre se pelea, por qué desde que tengo uso de razón solo veo desavenencias y momentos tensos.

El crecer  y desarrollarse en un contexto en el que hemos sido testigos de esos conflictos intergeneracionales suele dejar marca. Hay quien, por ejemplo, no conoce uno de sus abuelos porque su padre o su madre no se hablaba con él. Puede, a su vez, que en la mente esté el recuerdo de esas discusiones entre nuestros tíos, las malas palabras y los reproches lanzados entre unos y otros… Todo esto son dinámicas que erosionan y de las que a veces cuesta mantenerse al margen.

¿Cuál suele ser el origen de estas situaciones conflictivas? 

A menudo, en algún momento de nuestro pasado familiar, alguien sufrió un hecho traumático. Muertes violentas, desastres, accidentes, violaciones, atentados… Esos hechos adversos no siempre se superan de manera adecuada. Son duelos que se encuentran en una especia de “cortocircuito” , que se estancan y que pasan colectivamente de una generación a otra.  A veces, el dolor se transforma en ira, rabia por esa pérdida sufrida y que, de algún modo, determina a su vez la crianza de los hijos, impregnándola de carencias, de desafectos, de nudos no resueltos… Todo ello puede derivar en un dolor congelado que lejos de resolverse, se expande entre la familia, creando tiranteces entre unos y otros.

Por otra parte, también el origen puede enontrarse en los rencores albergados en el pasado y no superados. Son amarguras silenciadas entre nuestros tíos, desavenencias entre nuestros padres y abuelos, lazos por donde discurre el resentimiento en esa familia extensa de la que formamos parte. El orgullo impide dar paso al perdón. Esto hace que aparezcan las tensión, la bronca, las malas palabras, las indirectas que duelen y que terminan en discusiones. El rencor distorsiona las relaciones y las vuelve problemáticas. Más aún sabemos que esta emoción tiene un serio impacto sobre la salud.

Otros factores que pueden explicar las peleas incluyen:  el maltrato, la agresividad y el comportamiento violento. Es un elemento que en ocasiones puede pasar de generación en generación: los hijos maltratados por sus padres pueden repetir esta misma conducta con su pareja o sus propios hijos, perpetuando así una misma dinámica de sufrimiento. Si bien la violencia depende de muchos factores como los sociales, educacionales y culturales, no podemos dejar de lado el aspecto biológico y genético. Se ha descubierto hay una correlación entre el trastorno por déficit de atención, la hiperactividad y la conducta agresiva, algo que puede heredarse de padres a hijos. Algo que además deriva en muchos casos en una depresión mayor.

Por lo tanto, en muchos casos, detrás de esos encontronazos entre la familia, de esas discusiones, tensiones y reproches constantes puede camuflarse en muchos casos un trastorno psicológico. Todo ello nos hace comprende que son elementos que pueden tratarse. Cada factor mencionado puede abordarse recurriendo a profesionales (psicólogos) y realizando una terapia. Las familias pueden ser en ocasiones, como bien sabemos, auténticas fábricas de sufrimiento, sobre todo, si no han sanado su pasado, si no han resuelto y abordado esas heridas del ayer que siguen abiertas en el presente y que condicionan el bienestar de todos sus miembros.